La estancia en Suecia fue para Iqbal una nueva etapa en su recorrido como militante. Después de haber contado los sufrimientos de los niños esclavos, delante de la cámara de Magnus en Lahore, el apren-diz de Haddoquey dio un paso decisivo en la lucha del Frente de liberación, haciendo un llamamiento, el mismo, al boycot de alfombras pakistaníes.
Una llamada lanzada desde un lugar simbólico: la sección de alfombras de unos grandes almacenes de Esto-colmo. Fue una llamada terriblemente peligrosa porque fue filmada y retransmitida por la televisión nacional sin que se tomaran las precau-ciones necesarias para ocultar la identidad del entrevistado. Fue difundida el 31 de mayo de 1995 en la emisión de France 3 “La marcha del siglo”. Muestra a Iqbal, acompañado por Ehsan y dos damas europeas, entrando en unos almacenes, donde se amontonan etiquetas, de las al-fombras importadas de Pakistán, la India, China y otras partes. La cámara filma al niño, vestido a la europea, sentado sobre unas alfombras, tocando los motivos de colores para ver la calidad del tejido. Y declara: “Me gustaría decir este mensaje: ¡no compren alfombras. Son confeccionadas por niños!”
Las imágenes seleccionadas por los productores de “La marcha del si-glo”, no mostraron la declaración irónica de uno de los principales impor-tadores de alfombras pakistaníes en Suecia, difundida más tarde por la televisión sueca. Este no se con-ten-tó con eludir con grandes sonrisas las preguntas de los re-porteros escandinavos sobre el trabajo de los niños en los talleres de telas sino que envió a sus corresponsales de Lahore un video: el de la intole-rable declaración de guerra comercial lanzada en directo desde Esto-colmo por un ‘chura’ (un cristiano despreciable para los musulmanes) desconocido llamado Iqbal MASIH.
EN EL PAÍS DE REEBOK
Fue un mes de locura. Un mes soñado por Iqbal y Ehsan. Un mes dedica-do a la memoria de millones de niños pakistaníes en situación de escla-vi-tud por todo el país. Un mes situado bajo el signo de esta “diferencia”, del que Reebok hizo después de algunos años su gancho publicitario. Un mes de encuentros emocionantes, de acciones, de peticiones de todo tipo y de declaraciones solemnes. Un mes para hacer descubrir a los niños del Tío Sam este horror que uno de los vicepresidentes de la multinacional de Stoughton, Sharon Cohen, no dudó en comparar con los peores crímenes de la historia.
Después de su llegada a Boston, Iqbal se convirtió en uno de esos héroes, que los medios de comunicación americanos y la opinión pública adoran adornar con alabanzas. Dou-glas Cahn y Jennifer Margulis habían hecho bien las cosas. Tres-cientos veinticinco alumnos del colegio de Primaria Broad Meadows de Quincy, en un barrio del sur de Boston envia-ron cerca de seiscientas cartas fotocopiadas con más de trescientas firmas cada una. Cuatro-cientas fueron enviadas al Primer Ministro de Pakistán, Be-nazir Bhutto; ciento cincuenta a dos senadores democráticos del Estado, John Kerrey y Edward Kennedy; más de sesenta a los gerentes de las tiendas locales de alfombras. En cada carta figuraban varias preguntas y una invitación : ¡hagan algo para que cese, en Pakistán, el trabajo forzado de los niños!.
Como lo esperaba Ehsan, el cilindro compresor americano, se había puesto en marcha. Nada parecía detenerlo. Con el ejemplo del instituto Broad Meadws de Boston, donde los profesores habían designado el viernes como el día de los derechos humanos desde hace años, una de-cena de colegios deseosos de sensibilizar a sus alumnos en la defensa de la libertad estaban dispuestos a acoger a Iqbal. Cómo poder soñar tal intercambio cultural y tal lección humanitaria para estos adolescentes de la costa Este atiborrados, como la mayoría de los niños occidentales, de amor familiar, de confort y de distracciones.
LA CONSAGRACIÓN
Fuerte por su reputación y por su larga experiencia en la lucha contra el trabajo forzado en Pakistán, el presidente del BLLF esperaba apro-vechar esta estancia americana para reanudar los contactos tomados hace años con las centrales sindicales americanas y con distin-tas personalidades políticas. Ehsan contaba con encontrarse con sus amigos del AFL-CIO, primer sindicato federal, y el del senador demócrata de Iowa, Tom Harkin.
Harkin hizo aprobar en otoño de 1993 por la Cámara alta americana una proposición de ley, prohibiendo las importaciones de productos fabricados por niños menores de 15 años, este parlamentario había provocado el pánico al ministro pakistaní de Trabajo y en el seno de la confederación de los negociantes de alfombras de Lahore. Pánico acrecentado por la investi-gación que se llevó a cabo por el ministerio de Trabajo, según la cual el 50 % de los niños utilizados para producir bienes destinados a los Estados Unidos se encontraban en Asia del Sur. El presidente del BLLF hizo lo posible por aumentar la presión internacional sobre las clases dirigen-tes de Pakistán, cómplices, según él, de perpetuar esta cultura de es-clavitud heredada del sistema feudal pakistaní.
En la noche del 7 de diciembre de 1994, tres años y algunos meses des-pués esta famosa manifestación por la cual Iqbal conoció a Ehsan, este vivía una especie de consagración. El gran auditorio de la universidad del Noreste de Boston, simbolizaba la eficacia de la estrategia seguida. El luchador Ehsan había logrado hacer aplaudir fuertemente a Iqbal por una asamblea de personalida-des americanas vestidos de gala. Todo esto en directo para las cámaras de televisión.
Consagración para Iqbal, también. El niño de Haddoquey, fue la gran estrella de esa séptima edición de los oscars de Reebok de los derechos humanos. ¡Y qué estrella! Bien peinado, con aire decidido, vestido con un hermoso salwar kamiz, con un chaleco negro de seda, supo transmitir su mensaje durante las cuatro horas de ceremonia. Al final de su aportación declaró, con la voz tembloro-sa por la emoción: “Os pido que prohibáis la utilización de los niños como mano de obra esclava”. Después, delante del número dos de Ree-bok, Paul Fireman, que presentó su premio, concluyó: “Hoy, ustedes son libres y yo también”. Lo dijo, levantando su puño cerrado, como en las asambleas del Frente.
LA SANGRE DE UN NIÑO
Sentado en uno de los primeros asientos, abajo del anfiteatro de la universidad del Noreste, en Boston, Jehuda Reinharz escuchaba con atención a Iqbal. Le había sorprendido su pequeña estatura, pero más aún la capacidad para expresarse. Y, ciertamente, es fácil concluir que se trata de un muchacho excepcional; pero lo real, lo objetivo, es que había años de sufrimiento y años de esfuerzo, de promoción, en los cuales los militantes del BLLF habían dedicado sus mejores esfuerzos a la formación de unos cuantos grupos de muchachos. Había manifestaciones, relaciones internacionales… pero el objetivo de la lucha era claro: formar militantes que puedan crear una opinión pública internacional, ¿aprenderemos la lección?
El presidente de la uni-versidad Brandeïs pensó en concederle una beca para reali-zar estudios superiores cuando fuera mayor de edad y así concretaría uno de los sueños, o mejor una necesidad militante, de Iqbal: llegar a ser abogado para ejercer allí, en el ahora lejano Punjab.
SED DE JUSTICIA
Iqbal había comenza-do a pensar en ello en 1993 cuando, saliendo del hogar de la calle de Fane (donde se alojaba en Lahore) se sintió atraído por un gru-po de abogados que estaban conversando. La escena le había intri-gado por el ímpetu de los abogados más jóvenes. Aquel día, 17 de abril de 1993, una vaga emoción había atrapado a políticos, jueces y periodistas. El Tribunal supremo de Pakistán acaba-ba de establecer el gobierno del Primer ministro Nawaz Sharif, destituí-do por el jefe del Estado Ghulam Ishaq Khan. La derecha acababa de derrotarle. Iqbal se quedó, parado delante de la entrada del Tribunal supremo, para asistir a esa victoria. ¿Estaba allí por casualidad?
A continuación, el niño entró solo en esa fortaleza jurídica de estilo gótico-mongol, que era el Tribunal Supremo de justi-cia de Lahore. Acudió al primer piso, en frente de las salas, señala-das cada una con el nombre de un juez. Desde allí, veía el edificio de la calle Fane, e incluso distinguía el tejado, oculto en parte por los árbo-les.
La palabra abogado, le parecía sinónimo de libertad, de combate por la libertad. El la pronunciaba en ourdou y en inglés. Le gustaba saber mucho sobre ese oficio que le fascinaba, rebuscar en los papeles del viejo Faiz Muhammad Bhati, uno de los abogados del Frente, cuyo despacho lindaba con el hogar de la calle Fane. Iqbal, tomó la costumbre de pasar muchas tardes allí, callado, para ver a los clientes.
Podemos decir que no estaba allí por casualidad, ni por casualidad visitó el Tribunal Supremo; aquello formaba parte de su formación militante, su promoción integral y colectiva.
ESCUELA Y CARTELES
De su viaje del Atlántico, el aprendiz no volvía con las manos vacías. Traía una videoconsola, con la que hizo una demostración a sus compa-ñeros de clase, así como dibujos, revistas, fotos y tarjetas. Pero Iqbal no se convirtió en el ídolo de su ‘cole’; seguía esforzándose a la hora de estudiar como reflejan los boletines de notas.
Ahora estaba de nuevo en la escuela, donde años antes había colocado un viejo cartel, realizado por Shahid, un grafista del BLLF. Este cartel confirmaba la vuelta a lo internacional, así como su radicalización. Cuatro palabras, estaban escritas como una advertencia: “¡No compréis la sangre de los niños!”. Se trataba de concienciar la opinión pakistaní e internacio-nal con la foto de una niña tejiendo una alfombra, con gotas de sangre pintadas en sus dedos.
Mientras, en la vieja Europa en que se habían hecho millones de carteles, donde millares de niños habían empezado a conocer el entusiasmo de la vida militante pegando carteles, en la vieja Europa las cosas estaban cambiando. Las mismas asociaciones que decían defender a los niños trabajadores (aunque realmente fueran esclavos) estaban dejando de pegar carteles. O mejor dicho, pagaban porque se pusieran carteles; ya no había que salir a hacerlo porque multinacionales, bancos y empresas de publicidad podían hacerlo. Las organizaciones “de solidaridad” ahora que tenían dinero ya no tenían militantes. Habían asesinado su principal valor.
UNA PALABRA VALIENTE
Iqbal no era un desconocido en Lahore. A su vuelta de Estados Unidos, varios periódicos pakistaníes habían publicado una foto de su declara-ción en la tribuna de la universidad de Boston. En el Ajkal, uno de los semanarios importantes de lengua ‘ourdou’, había aparecido incluso esa foto en su sección de sociedad, al lado de una serie de fotos donde apa-recen personalidades pakistaníes y extranjeros de la alta sociedad.
Sólo contaba los hechos principales: un joven cristiano que se llama Iqbal MASIH acababa de ser premiado en Boston por atreverse a desafiar a los que, en Pakistán, explotan a los niños pobres, que -obligados por la necesidad- eran vendidos por sus padres.
Las federaciones locales del Frente de Liberación contra el trabajo forzado, se disputaban para sus manifestaciones en las provincias. En estos viajes era acogido en la casa de cualquier militante, como Anwar Bhati, secretario general del movimiento en el distri-to de Faisalabad. Solía contar su viaje por Europa y después por Estados Unidos, transmitiendo que más allá de su pequeño mundo había gente que era cómplice de sus patrones; y había también gente dispuesta a colaborar con los empobrecidos. Hablaba de convertirse en abogado para defender los casos de los trabajadores oprimidos. Decía que en algunos años, cuando saliera de la Universidad, nunca más le harían callar los patrones.
La notoriedad creciente de Iqbal avivaba las divisiones y los resentimientos, en el seno de su propia familia. So-bre todo del lado de su padre, Saif MASIH, presenta-do -de hecho- como un padre indigno, que aban-donó a su mujer, y que se desentendió de la venta de su hijo menor.
LA OFERTA DE “LA NACIÓN”
En la avenida Fatimah Jinnah, a algunos pasos del Parlamento de Pun-jab, el inmueble del diario ‘La Nación’ parecía no haber sido re-formado desde algunos lustros: las paredes, el mobiliario y cierta suciedad contrastaban con la presencia social del primer periódico del Punjab y segundo de Pakistán -detrás del mas-todonte ‘La Aurora’, fundado por el padre de la nación Muhammad Ali Jin-nah.
Dos meses después de su vuelta de los Estados Unidos, el viejo abogado Faiz Muhammad Bhati citó a Iqbal para ir a la redacción del periódico. La invitación hecha a finales de enero de 1995 al Frente para un debate entre dos de sus responsables y dos de la industria de la alfombra, había llamado la atención a Ehsan. El presidente del BLLF sabía que numerosos periodistas y activistas pakistaníes le reprochaban el privilegiar la acción inmediata interna-cional al detrimento de las iniciativas locales.
Iqbal y Bhati salieron del hogar de la calle Fane, donde había ido a buscarle en moto. Bha-ti conocía bien esos locales. ¿Qué abogado podría ignorar a ‘La Nación’ y a los periodistas que frecuentaban a lo largo del día el Palacio de justicia?
LOS TEJEDORES SOBRE ELLOS DOS
El mes de febrero de 1995, comenzaba el debate en la gran sala de re-uniones reservada para ello. Con sus trajes del mismo corte, sus camisas blancas y sus corbatas casi idénticas, Mian Javid Ur-Rehman y Shahid Hassan Shaikh se parecían como dos hermanos gemelos. El primer per-sonaje -bigotudo- era uno de los miembros eminentes de la Asociación de las exportaciones y de los fabricantes de alfombras del Punjab, más conocido por las siglas de PCMAE. El segundo -más grande y barbudo- repartía su tiempo entre su compañía, la Lahore Carpet Manufacturing Co con su título de vicepresidente de la cámara de comercio e industria local. El tercero en discordia, era el administrador de la PCMAE, que se encontraba a su lado, sentado atrás.
El exportador de alfombras había tenido el tiempo suficiente de conocer las reivindicaciones de la organización, y algunas le habían sobresalta-do. Prefería las revistas publicitarias de las alfombras, revistas vendidas en los hoteles in-ternacionales de la ciudad, hacía furor entre los jóvenes productores tales como Shahid Hassan Shaikh. Con este estado de ánimo, imbuídos por su poder y su influen-cia, los dos comerciantes de alfombras invitados por la redacción de ‘La Nación’, se presentaron a debatir en los locales del periódico con los repre-sentantes del BLLF. El diálogo, serviría para preparar un dossier que lanzaría el periódico en una de las ediciones especiales de su su-plemen-to Friday Review, publicada cada viernes, día de asueto semanal en Pa-kistán.
¿PRIMERAS AMENAZAS?
Publicado el 10 de febrero de 1995, el artículo podría hacer pensar que los tejedores y los dos militantes del BLLF quedarían cordialmente en sus posiciones, pero lo que pasó realmente en esas dos horas de deba-te fue mucho menos cordial que lo aparecido en el diario. La conversación se convirtió en confrontación cuando los dos comerciantes de alfombras, obligaron a Iqbal a dar numerosos detalles de su historia y de sus años anteriores pasados en el taller de Arshad. Les reprocharon no haber contactado antes con ellos y hacer mala publicidad del país, que el trabajo de los niños era responsabilidad de las familias… y que no habían forzado a nadie a trabajar. Sabían -por lo que se ve- perfectamente el hipócrita discurso de las libertades del mercado. Ese mercado de trabajo que somete a unos hombres al capricho de otros y a todos a las leyes inexorables de la presunta eficacia capitalista; eficacia para el capital.
Iqbal se atrevió a decir que el deber de los niños era el de correr libres por las calles, no de trabajar en los talleres de tejidos. Uno de los representantes puso en du-da la edad de Iqbal. Sus reivindicaciones les parecían exageradas y lamentable su falta de realismo. Les acusaron de ‘utópicos’. En un momento tenso Shahid Hassan Skaikh lanzó su amenaza: “¡El mundo no dejará de girar, si algo os sucede…!
Shahid Hassan, el hombre de negocios colérico, tenía razones para no tener una buena rela-ción con Iqbal. Este negociante barbudo trabajaba desde hace años con un intermediario llamado Rafik, que era propietario de tela-res en la ciudad de Hadoquey. Uno de los asociados de Rafik era Arshad, para quien Iqbal había trabajado.
Desde diferentes ámbitos se ha difundido que la muerte de Iqbal fue casual. Lo explicaremos más adelante. Pero, por muy casual que llegara a ser la circunstancia, ¿podemos negar que muchos habitantes de aquellos lugares sabían que tendrían buenos amigos si -“accidentalmente”- algo le ocurría a Iqbal?
SEMANA SANTA EN FAMILIA
Como cada año en la misma época, Ramat MASIH y su esposa habían empe-zado a limpiar a fondo su casa. De lejos, la casa de los MASIH, tenía el aspecto de un simple cubo de tie-rra. Al acercarse, el visitante distingue una construcción concebida para permitir a esa familia de campesinos católicos vivir con un cierto grado de autarquía. La ha-bitación principal, que servía también de entrada, desembocaba en un patio interior dividido.Cuatro habitaciones separadas lo rodeaban, cerradas cada una por una puerta de madera con un candado. El hijo, el yerno, el hermano y el padre de Ramat vivían allí con las mujeres y los hijos, compartiendo una cocina exterior y una especie de aseo al aire libre.
Como los hombres salían a trabajar al campo, las mujeres se quedaban en la casa todo el día. Ellas se encargaban de cuidar las cuatro vacas y los dos terneros de la familia, situados en un corralillo adyacente a las habitaciones. Además de la leche, que la utilizaban para hacer un yogurt líquido almacenado, los animales proporcionaban una materia prima importante: la boñigas que servían de combustible después de ser secadas en lo alto de los muros.
La tierra, agrietada por el calor de la estación seca, tenía las huellas dejadas durante el último monzón por los neumáticos de los tractores. Una tierra árida y dura en que escaseaban los árboles.
ALABAR AL SEÑOR
Aquel domingo 16 de abril de 1995, domingo de Pascua celebrado por los cristianos del mundo entero, celebraba la fiesta la familia de Ramat MASIH, el tío materno de Iqbal. Desde las 6 de la mañana, el sol había co-menzado a lanzar rayos sobre el asfalto de la carretera nacional cercana y desde el tejado, los niños de la casa realizaban una de sus ocupaciones favoritas: mirar los autobuses que se dirigían de Lahore a Rawalpindi.
Cada domingo de Pascua, toda la familia sacaba los mejores vasos, tazas, platos, fuentes, guar-dados el resto del año en las estanterías de las paredes. El tío de Iqbal, de unos cuarenta años, peinado y el con turbante de los campesinos pun-jabís, hacía lo que le había enseñado su padre y antes de él, su abue-lo. Desde varias generaciones, cada año, el día de Pascua limpiaban con ceniza, y después sacaban brillo a los platos de acero o de loza y a las tazas de porcelana, que el resto del año adornaban la vivienda. Incluso los grandes baúles metálicos, donde cada familia guardaba la ropa y objetos de valor, también se limpiaban. La casa deb-ía estar bonita para adorar al Señor. Su orgullo de ser católicos así lo imponía.
Para estos campesinos pobres, a menudo aislados en los pueblos de ma-yoría musulmana, el ritual de Pascua, no era solamente una cuestión de fe. Se trataba de una fiesta y de un encuentro como en Navidad. Frecuentemente condenados a vivir aparta-dos de las calles principales de las ciudades, estos cristianos se alegra-ban por reunirse entre ellos sin tener que afrontar la ira de los jefes islamistas locales. Después de la aprobación de la charia en 1991 la distancia no cesaba de aumentar entre musulmanes y no musulmanes. Incapaces de afrontar políticamente la intolerancia, a falta de represen-tantes en el Parlamento y a falta del voto a nivel local, los campesinos cristianos se habían resignado a doblegarse, replegándose en sus co-munidades.
UN ACTO DE RESISTENCIA
El fervor con el que Ramat y los suyos preparaban la celebración de la resurrección de Cristo era una respuesta a las burlas que los cristianos pakistaníes sufrían. Además, la enmienda de la ley de 1988 sobre el blasfemo, que instituía la pena de muerte por falta de respeto hacia el profeta Mahoma hacia caer sobre ellos una amenaza. A partir de 1988 festejar la Pascua se había convertido para los católi-cos en acto de no violencia activa. Reunirse delante de la iglesia, y organizar pequeñas procesiones, daba vida a sus comunida-des.
Las más atentas en la celebración eran las mujeres. Como sus maridos o sus hijos, tenían la ocasión de compartir y de contar aquello que no podían confiar a otros. Para éstas, en efecto, las disposiciones jurídi-cas adoptadas a favor de la islamización del país era más duro y más cruel. Una violación cometida en un pueblo, tenía poca suerte de ser reconoci-do como tal si la víctima sólo presentaba para su defensa testi-gos cris-tianos. Algunas cristianas han sido raptadas y casadas en el acto, anulando de esta manera su primer matri-monio cristiano.
LOS REENCUENTROS
En el caso de la familia MASIH, el lugar de reunión en este día de Pascua era siempre el mismo: el pórtico de la pequeña iglesia de Haddoquey, pueblo situado al otro lado de la carretera, donde vivía Inayat Bibi. Ramat y los suyos habían previsto encontrarse allí, tan pronto termina-ra la limpieza pascual, es decir, al final de la mañana. Y en su hogar de la calle Fane en Lahore, Iqbal se preparaba a imitarles.
Esta vez, el niño no tardó mucho en ir a su pueblo materno. Una hora como máximo, en un minibus Toyota o Ford que hacen la competencia a los autobuses pakistaníes clásicos, menos rápi-dos por sus múltiples paradas. Como siempre, Iqbal pidió al conductor que le dejara a la entrada de Muridke, con el fin de coger otro taxi colectivo o una carreta para llegar a Haddoquey.
El niño que hace tres años salió de ese mismo lu-gar para ir a Lahore apenas es reconocible. Sigue siendo el mismo y su jornada sigue siendo agotadora pero ha viajado, ha conocido otra forma de vida que es un verdadero combate pero que da sentido pleno al sufrimiento. Su pequeña cazadora, con una amplia camisa de estilo occidental, le distinguía del resto de los niños de su edad. Iqbal parec-ía un estudiante modelo, más adulto que niño. Su aspecto cuidado y bien peinado para el día de Pascua, parecía más serio. Iqbal quería honrar a su madre en la iglesia. La misa de Pascua fue breve. Los niños, juga-ban al balón en las callejuelas con los chicos del barrio, mientras tanto. Se encontró con sus amigos. Allí es-taban, Faryad, su primo de diecisiete años, casado unas semanas antes, y Lya-kat, otro primo de diez años. Los dos primos tenían la costumbre de for-mar con Iqbal, un trío alegre, y hacían volar las cometas que fabri-ca-ban ellos mismos.
TRAS LOS PASOS DE FARYAD
Al final de la tarde, se preguntó si Iqbal debía, como le había prometido a Ehsan, regresar a la capital de Punjab. Una hora más tarde, el niño saludó a su madre y a su hermana pequeña Sobya, rechazando su in-vitación de pasar la noche en Haddoquey. Había olvidado su tratamiento médico, esa pequeña ampolla acompañada de una aguja con que podía inyectarse una dosis apropiada de hormonas, con la es-peranza de remediar sus malformaciones físicas. Su madre al saber esto, le metió prisa para que regresara a Lahore. ¿Sabía que el clima social del pueblo era manejable al servicio de los que querían la muerte de Iqbal?
Salió a pie de Haddoquey, en compañía de sus dos primos y sus parien-tes, y no tardó en llegar a la carretera nacional, donde paran los auto-buses. Todo subieron al mismo autobús. Como de costumbre Faryad, Lya-kat y los otros miembros de la familia de Ramat MASIH, se bajarían cerca de su ciudad de Rakhbauli para llegar a su casa, mientras que Iqbal se quedaría en el autobús y continuaba su camino hasta Lahore.
Pero al final de aquella tarde de abril, cuando dejó a su madre y le pro-metió volver a Lahore, Iqbal cambió de idea. Si creemos a Faryad y a Lyakat, cuyos testimonios son muy contrarios, fue después de su invi-tación cuando Iqbal bajó del autobús al mismo tiempo que ellos para concluir esa noche de Pascua en su compañía. No sabemos si cedió a su impulso, después de haber renunciado a quedarse con su madre o cayó en una emboscada preparada y organizada con la complicidad de una parte de su familia. Los motivos que condujeron a Iqbal a seguir a sus primos entre las seis y las siete de la tarde, el 16 de abril de 1995, son confusos.