Empezó en el año 1986. Y las bromas de sus parientes más cercanos sobre el futuro conyugal de Aslam se multiplicaban… A los 22 años pasados, Aslam, por su madre, debía fundar un hogar. De complexión fuerte, aspecto tosco y poco locuaz, este hijo mayor nacido de su primer matrimonio debería encontrar un alma gemela más tarde. Pero sus orígenes muy modestos y sus treinta rupias diarias penosamente ganadas en un taller de ladrillos cercano no era muy seductor.
Con menos de mil rupias, el hermano mayor se quedó soltero. El imparable número de sacrificios realizados en cada familia pakistaní para casar a los hijos mayores y asegurar una honorable descendencia había desencadenado, en casa de Inayat Bibi, una sed desenfrenada de rupias.
En el subcontinente indio los intocables seguían llevando como una cruz el peso de las costumbres ancestrales. Allí viven millones de personas que a lo largo de los siglos se han convertido al cristianismo para escapar del oprobio de las castas superiores.
Su hijo Aslam empezaba a superar una etapa decisiva donde su éxito se reflejaría en los suyos. También sus dos hermanastros menores, Iqbal y Patras, debían mostrase solidarios con su hermano mayor. Al igual que su madre y sus vecinos aferrados en preparar el matrimonio de sus hijos, esta campesina pobre de Haddoquey no entendía por nada del mundo estar libre de esta obligación: reunir una suma apreciable para permitir a su hijo construir una casa o adquirir tierras antes de la unión ardientemente deseada.
Y fue así como Iqbal fue vendido. El pequeño de los tres hijos de Ynayat Bibi, el débil Iqbal al que las mujeres del pueblo tenían costumbre de ver diariamente llevar agua para sus vecinos en bidones pesados de agua clara, tenía ya más de seis años. Quizás tenía más de 10 años si nos fiamos de la fecha de nacimiento dada en 1983 por su madre al cura de Haddoquey, José Luis, en el bautizo de su hermana pequeña Sobya.
Pero observando al pequeño Iqbal, encorvado por el peso de la carga, su estatura era comparable a la de un niño de cuatro o cinco años, nada sería más arriesgado que adivinar su edad. Por otra parte ¿qué importancia tiene esto?
Para Inayat, Aslam debía casarse pronto y él mismo no cesaba de quejarse. Iqbal tenía que esperar la edad de seguir el ejemplo de otros niños nacidos en familias desfavorecidas de Punjab: la edad de llegar a ser esclavo.
EL INTRATABLE
En este Pakistán feudal donde los más pobres no tienen más que sus brazos y los de sus hijos para comer y vivir, el hecho de que una madre de familia divorciada por añadidura piense en vender a su hijo pequeño para permitir que otro de sus vástagos funde un hogar es corriente. Inayat Bibi sabía que podía obtener del futuro patrón de Iqbal, a cambio del trabajo realizado el tradicional ‘paishgee’, una especie de préstamo en el que las futuras generaciones eran vendidas a cambio de una cantidad que se devolvía a través del trabajo. Como en usura más tradicional el prestamista no deseaba que le fuera devuelta la cantidad; prefería refinanciar una y otra vez: así la esclavitud se perpetuaba mientras el trabajador tuviera capacidad de trabajo; si caía enfermo no se descontaba su salario de la cantidad.
Desde hace varias generaciones la familia MASIH vivía, como tantas otras, a la espera de ese momento de desahogo que era la marcha del hijo varón, al taller, a la fábrica de ladrillos o al campo. Para estas cuadrillas de obreros asalariados desprovistos desde hacía varias generaciones de sus tierras ancestrales, los ‘paishgee’ conseguidos gracias a la venta de sus hijos, encarnaban un desahogo a corto plazo y la desdicha perpetua. No existía otra posibilidad; ni siquiera concebían que en algún lugar se viviría de otra manera.
Las deudas así contraídas pesaban en adelante como un espada que pende sobre la cabeza del niño vendido. El propietario explotaría al muchacho hasta la saciedad para recuperar la cantidad de su préstamo. Hasta algunas veces concediéndole un derecho de vida o de muerte. Inayad Bibi sabía que el hecho de pedir prestado dinero al futuro patrón de Iqbal volvería al niño vulnerable a sus peores exigencias. Pero ¿existía otra posibilidad? El cristianismo predicaba una igualdad muy lejana a la experiencia de las sectas, pero ¿hasta dónde llegaba esa igualdad? ¿cuándo llegaría?
Según la costumbre, los patronos recuperarían el dinero prestado descontando la mitad del salario mensual acordado con sus obreros esclavos. Lo que forzaba a estos últimos a permanecer a su servicio hasta la restitución total de la deuda inicial. Aquel que osaba abandonar a su patrón sin previamente haber reembolsado la cantidad de su ‘paishgee’ cometía un falta que le marcaba para siempre. Alegraba a los patrones ver a las familias de sus esclavos pidiendo nuevas cantidades antes de que el miserable salario hubiera redimido la deuda anterior. Por ello, normalmente, el ‘paishgee’ no se amortizaba nunca.
Gravemente enferma y forzada a comprar numerosos medicamentos, la madre de Iqbal buscaba, al contrario, vender lo más deprisa posible a su pequeño, como lo hizo anteriormente con su hijo mayor Aslam, con el propietario del taller de ladrillos donde el futuro esposo se mató a trabajar desde los 8 años.
En esa época Inayat, había vendido a su hijo mayor con conocimiento de causa; ella sabía que Aslam se consumiría cada día girando los ladrillos cocidos al sol, antes de apilarlos de forma circular alrededor del horno encendido. El trabajo lo realizaba rápidamente y el propietario le había ofrecido incluso por su hijo, algunas rupias más que a sus competidores cercanos.
DE SHAUKAT A ARSHAD
El primer patrón de su hijo pequeño Iqbal, se llamaba Shaukat. Este arrendatario de un pequeño taller de tejidos, viendo a este niño enclenque, fijó de entrada unas reglas drásticas: menor salario que a otros, sin límite de horario ni posibilidad de salir algún rato a estirar las piernas. A pesar de los temores que Inayat mantenía sobre la salud de su hijo, Iqbal quedó al servicio de Shaukat; había importantes deudas que pagar al propietario.
Tres meses después del contrato del niño ya había sufrido el trato cruel de Shaukat. En cuanto su estado de salud mejoró un poco Inayat buscó para su hijo un nuevo patrono.
Escarmentada por la experiencia con Shaukat, colocó a su pequeño con un patrono llamado Kalu, pero terminó sacándole de allí. En el tercer intento la madre de Iqbal juzgó haber encontrado al fin un patrono conveniente. Fue Sardar, el tío enano del chiquillo, quien lo indicó.
El patrono Arshad Mahmood, estaba como siempre sentado a la sombra en el corralillo de su taller, cuando Inayat Bibi se presentó allí. La madre se levantó pronto y delicadamente preparó a su hijo, alisando su pelo fino con un poco de gomina y le hizo calzar para esta ocasión su único par de sandalias nuevas de cuero. Arshad tenía, según Sardar, la reputación de un hombre bueno y recto. Además de su aspecto afable, la mirada contrastaba con las miradas torvas de los capataces ordinarios. De entrada él se diferenciaba de los otros, a menudo enganchados al alcohol o a la droga.
EL REINO DE LOS INTERMEDIARIOS
Como la mayoría de los patrones tejedores, Arshad no poseía los cuatro telares de tejido de su taller. Era socio de Rafik y dependían de un mayorista de Lahore. Unido a Rafik por un contrato oral, Arshad era el último eslabón de esta cadena compleja de intermediarios característica de la industria de alfombras pakistaní.
Como todos los patrones de fábricas de hilados, Arshad era inflexible con los plazos descontados en los salarios de los trabajadores. Convencido de las ventajas del ‘paishgee’ y de la autoridad que este tipo de contrato ejerce sobre los niños y hombres recibió a Inayat. Arshad comenzó a negociar con la madre el ‘paishgee’, que le aseguraría sobre el niño un derecho perpetuo. Por un préstamo inicial de mil quinientas rupias (alrededor de seis mil pesetas) y con la garantía de que Inayat podría en cualquier momento recurrir a otros préstamos si el trabajo de su hijo era satisfactorio, el hábil empresario tomó prestado al niño. Prometió fijar un salario mensual de cien rupias, y lo aumentaría si lo mereciera. Cuatrocientas pesetas de salario; doscientas al menos para pagar el préstamo. De momento era un esclavo para dos años y medio sin descanso. Cualquier enfermedad o nuevos préstamos alargaría la esclavitud.
LA AMENAZA DE LA DEUDA
Este engranaje duraría realmente más de cinco años. Y con las exigencias de la familia, el paishgee no cesaba de crecer a medida que aumentaban los préstamos de Inayat: cuatro mil rupias el primer año, seis mil el segundo… La deuda contraída sobre las espaldas del niño continuó aumentando con la boda de Aslam.
Conforme a los deseos de la madre, el hermano mayor de Iqbal pudo satisfacer sus necesidades adquiriendo, antes de casarse, tres muros de ladrillos recubiertos por una chapa donde podría vivir. Pero otros gastos continuaron absorbiendo el miserable salario del niño. Comenzando por el alquiler de la modesta casa que se encontraba en el barrio de Ghauzia Colony, en el centro de Haddoquey. Era una habitación ocupada por Inayat y los tres hijos que tenía a su cargo: Iqbal, su hermano Patras y su hermana pequeña Sobya. Una casa baja, ocupada por tres camas de cuerda y por un cofre de hierro blanco donde guardaba los vestidos y los escasos objetos de valor.
A fuerza de pequeños trabajos y como criada, la madre de Iqbal llegó a convencer a una familia propietaria de casas en alquiler que le alquilase la mitad de la casa que estaba al final de un corralillo que desembocaba en la calle. Pero debido a sus problemas de salud, la carga del alquiler recaía sobre Iqbal.
Arshad descontaba la mitad de la paga de Iqbal con el fin de reembolsarse los préstamos que pedía su madre, dejando solamente para el niño una pequeña cantidad que Iqbal entregaba a su madre. Engranaje que cada vez era peor por las malversaciones del empresario de Haddoquey que imponía a los niños esclavos del taller toda clase de penalidades destinadas a alargar la duración del reembolso de su ‘paishgee’. La deuda llegó en 1992 a doce mil rupias.
UN AUTÓMATA HÁBIL
A diario el trabajo del chiquillo se parecía al de los niños explotados en estos distritos rurales de Pakistán, donde cada granja, cada tienda y cada taller estaban llenos de aprendices entregados al arbitrio del patrón.
Se levantaba todas las mañanas antes que las campanas del templo protestante cercano sonaran a las cuatro de la madrugada. Iqbal recorría los escasos doscientos metros que separaban su casa del taller de Arshad, donde algunos de sus compañeros dormían, acurrucados agotados por el trabajo del taller. Cada mañana comenzaban quince horas ininterrumpidas de trabajo, dedicadas a reproducir los gestos immemoriables de los tejedores persas. Iqbal se había convertido en un autómata hábil, sumiso a la norma de todos los aprendices de alfombras: una tira de papel llena de signos en “talim” y atada con una cuerda de hilos.
Importado de Irán hace varios siglos, el “talim” es un lenguaje de signos, compuesto por una decena de letras y acentos destinados a indicar a los obreros analfabetos el color y el número de nudos que tenían que efectuar. Un punto era un hilo. Un acento grave significaba el color azul. Una especie de acento circunflejo designaba el color rojo… El plano de la alfombra se encontraba indicado en estos trozos de papel, cuyos signos y motivos a tejer son complejos. Las alfombras que representan escenas de la vida cotidiana o monumentos célebres, necesitaban decenas de horas para transcribirlos en “talim”. Las alfombras normales son fabricadas según una simple hoja con una decena de signos. Iqbal se mataba construyendo este tipo de alfombras cada día, hasta el punto de conocer de memoria la colocación de los hilos y colores.
Después de varias semanas en el taller, su destreza no tenía nada que envidiar a la de sus compañeros. Iqbal sabía como sus compañeros manejar con habilidad los hilos.
QUEJARSE O CALLARSE
Los métodos de este nuevo patrón eran menos brutales. La situación igualmente muy grave. Era otra forma de explotación, posiblemente más eficaz, pero al menos no recurría sistemáticamente a los malos tratos físicos.
Con su primer patrón Shaukat, Iqbal había aprendido a manejar la cuchilla y su inseparable acólito, el “kangi”, un peine de acero muy cortante con el que los obreros amontonaban los nudos finamente apretados para dar a la alfombra una densidad mejor. En el momento de castigar a un niño desobediente culpable por haber perdido algunos minutos por correr en la calle, Shaukat utilizaba estos utensilios para pegar al niño, levantándole la carne con el peine de metal.
Sólo le bastó unas semanas a Iqbal para convencerse. Comentó a su madre y a Sardar que Arshad, al contrario que Shaukat, apenas maltrataba a los niños del taller.
Orgulloso de conservar a sus jóvenes empleados con buena salud, el “honesto” Arshad prefería obligar a los padres que actuaran con rigor, disminuyéndoles proporcionalmente el salario de los vástagos bajo su tutela.
Pero no nos engañemos, estriado por grietas jamás cicatrizadas a fuerza de manejar hilos y utensilios cortantes, las dos manos del niño terminaron por parecerse en pocos meses a las de un viejo campesino. Las posiciones en el trabajo le habían impedido crecer normalmente; la tos seca, provocada por la inhalación masiva del fino polvo de las fibras, sacudía su cuerpo huesudo. Delgado y bajito de nacimiento, el segundo hijo de Inayat y de Saif, padecía raquitismo crónico agravado por la mala circulación sanguínea. Los siguientes años en el taller de Arshad le consumieron su cuerpo. Iqbal, a la edad en que los niños pasan el tiempo el los patios del cole, daba una imagen desoladora de un niño con un físico de viejo.
MILLONES DE ESCLAVOS
Iqbal rellenó las filas de estas legiones de niños explotados, pequeñas bestias al servicio de los patrones tan numerosos como poco escrupulosos. En las hilanderías, en las fábricas de ladrillos, en las granjas, en los garajes, en las fábricas… una multitud.
Las duras condiciones de trabajo a las que estaba sometido Iqbal en su taller de tejidos eran representativas del calvario de esos chiquillos vendidos. Con todo eran, probablemente, menos horrible que en otros lugares.
EL INFIERNO DE LOS LADRILLOS
Estas fábricas ofrecían casi todas el mismo espectáculo de obreros abandonados, flotando en su amplia camisa ensuciada por el polvo y acompañados de toda su familia. Hombres, mujeres, niños… todos empleados en la misma tarea: asegurar en una jornada el máximo de ladrillos. Espectáculo medieval dominado por el color rojo ocre de la arcilla sobre la que resaltaba el blanco inmaculado de las camisas limpias de los “jamadar”, contramaestres muy ricos. Estos intermediarios temedores y temidos eran contratados por los propietarios para vigilar la ventas de ladrillos, para pagar al personal y de ocuparse de la contabilidad de la empresa.
En estas fábricas, a menudo poseídas por pequeños patrones musulmanes ávidos de ganancias, el sistema del ‘paishgee’ estaba muy extendido. Cuanto más produjera más se le pagaría, le aseguraba al recién llegado este sargento cruel, instalado a menudo en una casucha construida lejos del horno. Apresurado de reembolsar su ‘paishgee’, el obrero hacía trabajar a su mujer y a sus hijos a su lado para aumentar al máximo la productividad. Pero ni la esposa ni los niños, figuraban en el contrato. Infernal engranaje: sólo el padre, incapaz de asegurar un rendimiento suficiente para vivir, llevaba la responsabilidad de poner a trabajar a los suyos en las peores condiciones.
La dureza empleada por los contramaestre hacia los empleados era la imagen diaria de estas fábricas. Doce horas al día, bajo un calor tórrido, todas las generaciones estaban presentes alrededor del horno central . Desde los cuatro y cinco años, trabajaban desde la mañana hasta la noche en recoger con las manos el barro sacado por su propio padre con la ayuda de una herramienta.
El trabajo de estos chiquillos algunas veces más pequeños que los montones allí encontrados, consistía en llenar de barro las pequeñas carretillas que su madre o sus hermanos y hermanas más mayores llevaban a otro miembro de la familia, encargado de comprimir la tierra en el molde de hierro blanco. Los ladrillos acabados se apilaban horizontalmente para secarlos. Después al día siguiente, caminando en cuclillas entre las filas, los más jóvenes se encargaban de llevarlos uno a uno, antes de amontonarlos y una vez secos, alrededor del horno. Se formaban entre cada columna de ladrillos una especie de pozos donde metían el carbón destinado a cocerlos.
EL VULGAR GANADO HUMANO
Todos los ladrillos que no resultaban perfectos eran deducciones en el salario, o peor, eran objeto de una retención de dinero. Como en los talleres de tejidos, los patrones de ladrillos utilizaban sin vergüenza toda clase de artificios para colocar a sus empleados en una situación de dependencia total.
Recurrían a dos métodos complementarios: hacían contraer a sus jornaleros préstamos más elevados y jugaban con sutileza con la interrupción del trabajo por la estación del monzón. Sin trabajo, por la llegada de las lluvias, las fábricas cerraban provisionalmente. La mayoría de los obreros se quedaban sin recursos durante un período de cuatro u ocho semanas, período en que se podían incrementar la necesidad de pedir préstamos.
Algunos hombres trabajaban en el campo algunos meses o en las afueras de las ciudades. La gran mayoría esperaban a que volvieran a abrir su lugar de trabajo. Cualquier enfermedad o accidente que aparecía les obligaba a pedir un préstamo al empleador habitual. Con la consecuencia de continuar en ese círculo infernal del endeudamiento y del ‘paishgee’.
Tienen la prohibición de salir sin autorización, de cuidados en caso de enfermedad, de defensa en caso de violación o de otras formas de abuso sexual o peor todavía, susceptibles de ser vendidos como vulgar ganado humano por su patrón a otra fábrica de ladrillos, añadiendo al ‘paishgee’ de los obreros vendidos su comisión, la cual se eleva algunas veces a miles de rupias. El comprador realiza lo mismo, aumentando la deuda de la familia que no lo descubrirá hasta más tarde. Así la venta se convierte en otra forma más de cerrar el círculo infernal del ‘paishgee’. Si el cabeza de familia se muere, la integridad de la deuda contraída se transfiere a la esposa y a sus hijos. Y si éstos son incapaces de fabricar diariamente el mismo número de ladrillos que su padre, todos son separados, la madre vendida por un lado y los hijos por otro. Algunos propietarios consideran que el hecho de poseer un credencial sobre estas familias les da el derecho de acosar sexualmente a las esposas e hijas. Otros no dudan en encarcelarlas en cárceles privadas hasta que éstas ceden.
LA AVENTURA DE BHATTA
El Bhatta Mazdoor Mahaz (Frente de los trabajadores de ladrillos), una especie de sindicato, fue creado en 1967 para defender a los trabajadores de las fábricas de ladrillos. Su fundador, Ehsan Ullah Khan, un joven estudiante de derecho de Lahore, conoció la historia de un grupo de ladrilleros de Kasur, uno de los distritos más feudales de Punjab próximo a la frontera india. El más viejo de estos obreros, Baba Kula MASIH, había contado sus desventuras y el secuestro de una mujer de su grupo por el patrón. Tomando el caso, Ehsan Ullah Khan convenció al viejo para que pusiera una denuncia y hacerle declarar en un tribunal. Iniciativa determinante, ya que esta acción con la justicia acabó, algunos días más tarde, con la liberación de la rehén.
Al poco tiempo, se constituyó, con los medios escasos, un grupo de presión agrupando a periodistas y a intelectuales izquierdistas, y un sindicato uniendo a los obreros pobres para la defensa de sus derechos. El Bhatta Mazdoor Mahaz llegó a ser la única fuerza de agitación y de oposición que se esforzaba en defender por todo Pakistán a los trabajadores esclavos. Esta tarea militante que conducía a sus miembros y a Ehsan Ullah Khan a atravesar las provincias, con el fin de entrar en contacto con el mayor número de obreros, les hacía correr serios riesgos para su seguridad personal. ¿Cómo hacer comprender la ignominia de la esclavitud a una clase dominante de feudales acostumbrados, de padres a hijos, abusar de la voluntad de sus empleados y de sus criadas?
SOLO CONTRA TODOS
La tarea a la que se había consagrado Ehsan en 1967 se oponía a las costumbres locales. Peor todavía: la causa que habían llegado a defender con entusiasmo, iba claramente en contra de la islamización, acentuada por la dictadura militar en el poder desde 1977. La mayoría de los cristianos eran considerados ciudadanos de segunda, excepto algunas familias ricas. Su peso político nulo les condenaba a la impotencia. Las desigualdades económicas que padecían reflejaban una desigualdad social que era vista como normal.
Desde su creación en 1967, este “Frente de trabajadores del ladrillo” era fuertemente combatido. Y entre los millones de obreros explotados que contaba el país, ningún nombre era tan popular como el de su fundador, Ehsan Ullah Khan. Con su aspecto fiero, era capaz de convocar a las masas cuando apelaba ardientemente a la liberación de todos los esclavos. Este hijo de un modesto empleado de correos de Punjab se convirtió en alguna forma, el ‘Moisés’ de estos millones de esclavos cristianos oprimidos. Su vida, marcada por los cantos emotivos que se transmitían oralmente de generación en generación, había sido reflejada en una obra de teatro titulada “Itt o el ladrillo”. Un espectáculo destinado a ser representado en varias ciudades de Punjab con la esperanza se sensibilizar a las clases medias mostrando cómo se trataba a estos hombres peor que si fueran animales.